LA SUCESIÓN DE LA MEMORIA / Sobre la «Suite» de Gonzalo González

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Fragmento de Suite de Gonzalo González

Escribí este artículo en abril de 2015 para el catálogo de la exposición de la obra pictórica Suite del pintor y escultor, además de eximio paisano y gran amigo, Gonzalo González.

La obra, sobre todo pictórica, de Gonzalo González, a poco que uno se detenga en ella, muestra la querencia y, a la vez, la deuda de una íntima conexión con el tiento de la música: la mayor abstracción; la mayor concreción inasible del sentido. La totalidad de la Suite de Gonzalo González y su exposición, auspiciada, al igual que el catálogo, por la Fundación Caja Canarias, es un buen ejemplo de lo que decimos.

Juan José Olives
17.09.2016


LA SUCESIÓN DE LA MEMORIA

Sobre la Suite de Gonzalo González

 

La Suite es una forma musical fundamentada en la sucesión de movimientos, generalmente danzas o aires de danza, independientemente de un orden prescrito de antemano. Una danza o movimiento de Suite se presta, casi por definición de la forma, a la combinación con otras danzas o movimientos sean cuales fueren sus respectivos nombres o títulos. El único principio unificador consiste, en ultima instancia, en la relación contrastada de los tempi. A aquella sarabande no ha de seguir necesariamente esa o aquella gavota; ni a una danza infernal, una canción de cuna. Aun cuando pueda haber un argumento -siempre externo a la música- que lo justifique, como es el caso de la suite de El Pájaro de Fuego de Stravinsky en cualquiera de sus versiones, la sucesión obedece formalmente, por paradójico que pueda parecer, a una cierta desconexión entre un fragmento y otro. No hay unión formal interna en la continuidad. No hay forma salvo la que se establece dentro de la complexión estructural que es la propia de cada uno de esos fragmentos. Las piezas que se suceden son independientes, autónomas, dentro de la obligada continuidad –una pieza detrás de otra- que se les adjudica desde fuera.

No obstante, el efecto de la asimilación de lo temporal a la presencia en el espacio, la homogeneización, en palabras de Heidegger (1), debe ser puesto en entredicho si lo que se persigue es vislumbrar y alcanzar el sentido originario del tiempo. De hecho, y sin embargo, ante la mirada que ve la sucesión en sí, limitada la sucesión en su mismo sucederse, sentimos que todo aquello que en su fuero formal interno era por principio autónomo y cerrado sobre sí mismo, se enlaza. Es este el caso precisamente de la Suite en la música, una sucesión de discontinuidades encadenadas dispuesta sobre el transfondo del entramado significante de una tonalidad armónica que conforma y es conformada a la vez. Como suite, no hay huellas de trazo temático alguno que unifique el antes y el después. En la variación, procedimiento natural y arquetípico de la música, el en sí del aparecerse de cada número musical, de cada parte constitutiva de la forma, conlleva, en cambio, la huella de su proveniencia y de su destino.

Por mucho que una suite de Bach se nos presente como el acabamiento de una narración en la objetividad, no hay ninguna razón que justifique que los episodios de ese discurso narrativo, aun conteniendo situaciones y peripecias distintas de los mismos “personajes”, no pudieran ser otros. Es propio de gran parte de la música que se escribe y piensa como sucesión, y no como totalidad dramática concreta –cual sería la naturaleza del movimiento o forma de sonata–, prestarse a la alternancia y al intercambio de sus partes completas, a pesar de su apariencia monolítica. Aquello que en la música pudiera participar por analogía de la esencia de lo épico –de la que a su manera, además de la suite, se nutre también la variación– derivaría de esa propiedad de lo sucesivo y de sus características visibles.

El elemento garante de la continuidad del sucederse no es aquí el perfil de lo aparente -los rasgos que nos lo identifican- sino el substrato que en cuanto movimiento le subyace; en el caso de las suites del renacimiento y del barroco, incluso en el de las Oberturas de Bach, el recuerdo de la danza y su alternancia entre lo más o menos rápido y lo más o menos lento. La específica materialidad de la melodía que contornea el contenido de esas danzas no es aquí tenida en cuenta. La melodía, como interioridad de la expresión articulada en el ritmo –la materia-sujeto tanto de la música como de la pintura, en opinión de Dufrenne (2)– se sucede por concatenación, y la escueta expansión a la que puede verse sometida transcurre exclusivamente dentro de las fronteras de cada pieza en particular.

La captación de una unidad formal descansa, por tanto, en el contraste o en la exclusión momentánea que presiente lo opuesto. Sucesión de aconteceres espaciales, podríamos decir, diferenciados por el carácter absoluto de sus distintos movimientos, del movimiento que los conforma en su potencialidad de ser internamente sucesivos unos respecto de los otros. El movimiento que abarcará todos los otros movimientos, la totalidad de las articulaciones del hacer y en el actuar la obra que, como diría Merleau-Ponty, es asunto de un cuerpo actual abierto al mundo -sea ese cuerpo compositor o pintor, añadimos nosotros– y que, en el caso de la pintura, no sería en extremo, sino “un entrelazado de visión y movimiento”. (3)

Pero la continuidad de estados de movimiento –uno lento, otro rápido; uno hacia la extraversión, quizás otro introvertido– son interiorizados en la vivencia incorporando los rasgos y el trazado de sus líneas, sonoras o visuales, y las tensiones, expansiones y retracciones que, más que soportar, ellas mismas son. Líneas de horizonte que en la música transcurren sobre el transfondo del espesor de lo armónico y que la pintura, por analogía, retoma asociando la armonía al color, al espontáneo trazo del pincel, al color que redefine la forma, la sensación de color sentida, no medida externamente, sino comprendida como tonalidad afectiva (4), casi como sonoridad interior, a la manera de Kandinsky. Es a eso a lo que ya se había referido Cézanne: “El dibujo y el color no son distintos en absoluto; a medida que se pinta, se dibuja. Cuanto más se hace armonía el color, más se precisa el dibujo. Cuando el color está en su riqueza, la forma está en su plenitud”. (5)

La Suite de Gonzalo González es sucesión y variación a la vez. Reclamándose la una a la otra aseguran la continuidad y la memoria. Memoria de la continuidad y subsistencia de la memoria. Cualquier fragmento de la Suite condensa la posibilidad del recuerdo y es en sí mismo capacidad del recordar. Con toda seguridad, cuando siquiera en sus inicios pudo conscientemente adivinarse, la Suite fue comenzada para ser trozos de memoria. Memoria objetiva, solidificada en la materia y memoria íntima surgida de la cualidad de la vivencia, multiplicidad de la acción del yo, casi a la manera de Bergson. En cada pieza, en cada disposición de la Suite, el pintor –nuestro pintor– avanza proyectando el futuro y reteniendo el pasado. En un presente tenso, que no deja de ser pasado rememorado y futuro presente, aunque estático por naturaleza, las imágenes se agolpan y las sensaciones se suceden. Retener incluso la intimidad del tiempo, más allá de Bergson. Abrazar intencionalmente el objeto –pictórico, en nuestro caso– más allá del presente puntual, uniendo, frente a la corriente temporal que informa lo mirado y ante el flujo interno del tiempo de la consciencia, el pasado cercano y el futuro próximo. En definitiva, atrapar la continuidad, saberse sucesión, sueño también, paradójicamente, de la música. Si para quien oye se presiente el espacio, para quien mira se supone el movimiento y se intuye el tiempo.

La pintura de Gonzalo González deja aflorar, en determinados instantes del espacio, destellos de una figuración envelada sugiriendo, en otros, formas de representación que, constituidas como parte esencial de su objeto pictórico, no son nunca, sin embargo, elemento explicativo de su expresión. La expresión, como forma de la expresión lingüística, se constituye aquí también emanando del procedimiento de la variación. Tanto por su manera de manifestarse como por la fantasía que se despliega en los motivos que insistentemente visitan esta serie, la variación remite estáticamente, en el discurrir de la temporalidad que la Suite intenta transmitir, a una cierta recreación de la memoria. Es propio de la variación transmitir y conllevar la memoria.

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La tendencia a la contención, a pesar de la profusión de la inventiva, es a nuestro entender crucial en la Suite y afirmaríamos que lo es en toda la obra de Gonzalo González. No hay retórica, sino limitación y desarrollo de una misma intencionalidad constructiva manifestada simultáneamente, diríamos, en cada acto creativo. No es difícil comprender, entonces, que el color, siempre magistralmente dosificado, jamás aplicado al azar –aun cuando no se rehúya la espontaneidad entendida como un a priori formal– e intencionalmente simbólico, no distraiga la esencia de la serie y de cada uno de sus fragmentos o piezas. La contradicción con lo que lo pictórico es en cuanto manejo del color, no deja de ser aparente. La austeridad de la construcción, el equilibrio formal entre dibujo y color, la materialización reflexionada de la idea y del contenido, no obstruyen la manifestación de una sensualidad cierta. Antes bien, la explicitan.

Como en la música, las armonías –la expresión que contienen y que de ellas se deriva– no son menos eficaces a fuerza de ser austeras. Ni el melos deja de ser menos evocador en razón de la concreción de su tematismo, ni la profundidad del decurso armónico disminuye a causa de una contención más o menos evidente de los medios empleados. O, mejor aún, de la utilización que de esos medios se haga. Antes bien al contrario, a armonías más esenciales e instrumentaciones más escuetas y certeras, van ligadas en general obras de una gran expresividad. En la estructura formal en la que la expresión no dice otra cosa que aquello que tiene necesariamente que decir, La Suite crea su espacio, elige su amplitud y, al hacerlo, construye el campo en el que las fuerzas expresivas se relacionan.

La Suite es también maduración, acumulación de tiempo pensado. Empezada a finales de los 80 del pasado siglo, se ha ido configurando no como corpus definido y predeterminado, sino como presencia extendida, experimentación y estudio, en un diálogo en paralelo con la naturaleza propia y externa y, más decisivo aún, con la interioridad de un pensamiento y un sentido –por no hablar claramente de la corporeidad de una sensación precisa pero inefable– cada vez más definido; el sentido que le ha otorgado el propio hacer sobre la materia pictórica. Aquí no sólo ha habido tiempo para la continuidad y para el sucederse, sino para la transformación y la variación en el modo al que antes aludíamos.

En rincones y retazos de la Suite, quizás primordialmente en las últimas “entregas”, se adivinan líneas y estancias de contornos cincelados, explícitos, asunto recurrente, a nuestro entender, en la obra de González, a pesar de los difuminados de sus particulares paisajes y naturalezas y de los contornos romos de algunas de las figuras que a veces la pueblan. El ser, no del dibujo, sino del dibujar mismo está presente. El dibujo como constante –aun cuando oculto a veces– adquirido y proyectado en la intimidad y firmeza del trazo. No se sabe muy bien si fue el dibujar mismo quien encontró su expresión en Gonzalo González o su pulso quien domeñó el dibujar y su explanación ulterior.

Líneas y estancias, decíamos. Estancias lisas, a veces cromáticamente degradadas; instantes homogéneos de tiempo atravesados, en ocasiones, por trayectorias que desafían la uniformidad temporal. Sentido delimitador del color hecho dibujo. Líneas verticales, de anchos diferenciados, en distintos tonos, dividiendo estancias de color. Rectas invisibles trazadas como ictus silenciosos de cadencias conformadas por contrastes de color y textura. Quasi líneas divisorias de compases, mudos, como en la música escrita.

Aunque no supiéramos lo que busca Gonzalo González, sí sabemos ante qué nos encontramos, qué nos incita a dirigir nuestra mirada hacia un objeto inerte (cualquier fragmento de la Suite) y cómo nos invita a recorrerlo volviendo sobre los pasos del anterior recorrido, seducidos o intrigados por su movilidad propiamente interna. El estilo eminentemente no representativo de la Suite convierte lo inmóvil en movilidad del objeto pictórico. No es función de la no representación captar la movilidad externa para tornarla cualidad estática, aun cuando esta contuviera magistralmente la expresión del movimiento. El objeto pictórico de un momento aislado o concatenado de la Suite transcurre, así, de la inmovilidad a la movilidad, de lo fijo a lo móvil, del reposo al despliegue de la tensión y de la trayectoria, entendiendo aquí que el trayecto es, en el espacio, movimiento. A la manera de un haiku enraíza la quietud para que aparezca el movimiento.

El ojo mira la pintura, se detiene ante ella –la Suite en nuestro caso– y se asegura de que su mirar es cierto y de que su mirada transcurre: una línea del transcurrir que se lee de izquierda a derecha y que, retomada, comprueba que su final es su principio. Un espacio de horizonte a la altura de la mirada que, al dejar abierta la posibilidad de integrar el recuerdo, es también una mirada abierta al mundo. Una extensión imaginaria, espacial, donde se baten los pulsos de un tiempo representado que añora y proclama el devenir interior, el transcurrir íntimo del tiempo. Una línea escueta, espacio recurrente, que nos guía posando nuestro mirar estático (absorto por lo atrayente del espacio pictórico) sobre el objeto y nos emociona al espolear el sentir activo y dinámico de nuestra mirada, creyendo, en ella, hallar el símbolo de un sucederse que el propio sucederse de la pintura, de la Suite, nos reclama incesante. Miramos los tonos y las tonalidades, contemplamos el dibujo, el trazo, la amplitud del color, y trascendemos la calidez afectiva que transpira el color mismo (colores tersos, llanos, hondos, brillantes, acuosos, contrastados…) y la línea manifiesta o insinuada, la forma completa al fin, convirtiéndola en imagen. La analogía con el tiempo retenido en el espacio es inevitable. Momentos de espacio-tiempo, intensos aunque austeros, esenciales en la forma. El contraste ínsito en el pathos que conlleva el movimiento y lo traduce. Pathos, no objetividad de lo dado (tal melodía analizable y descomponible en su materialidad, tal trazo que por su cualidad de ser perfectible se distancia del trazo mismo), sino presencia sobrevenida de lo invisible, afectividad que sostiene el gesto.

Por eso en cada una de sus piezas, está la obra completa. Cada fragmento es resonancia de lo anterior y de lo posterior, de lo que, siendo, no es aún. Fragmentos, piezas o disposiciones verticales no son, sin embargo, resumen. Antes bien resultan concomitancia, coincidencia. No se añade lo nuevo: se encuentra, haciéndose al encontrarse. Tal vez por ello, la realización de la Suite, el contacto de la mano y el pincel sobre el soporte, ha sufrido abandonos más o menos prolongados y vueltas más o menos significativas. Y tal vez por ser encuentros, los abandonos no han sido tales, sino expectativas, refugios para el pensamiento, la acción detenida. Pero la Suite de Gonzalo González no tiene fin por sí misma. Sólo el silencio definitivo, el apartamiento total de la mirada, bien de quien mira o bien de quien nos la da a mirar, abortará su sucederse.

Juan José Olives
Director de orquesta y compositor.
Licenciado y Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona

Sant Cugat del Vallès, abril de 2015

 

 

1. Heidegger, Martin. El concepto de tiempo, Minima Trotta, Madrid 1999.
2. Dufrenne, Mikel. Phénoménologie de l’Expérience esthétique. I. L’Objet esthétique, PUF, París 1953.
3. Merleau-Ponty, Maurice. L’ Oeil et l’esprit, Gallimard, París 1964.
4. Véase al respecto el hermoso e inspirado texto de Michel Henry, Ver lo visible, publicado en Ediciones Siruela, Madrid 2008.
5. Bernard, Émile. Conversations avec Cézanne, cit. en Daix, Pierre. Pour une histoire culturelle de l’art moderne: de David à Cézanne, Ed. Odile Jacob 1998.

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