«GURRELIEDER» de ARNOLD SCHÖNBERG

Escribí este artículo como notas de programa a la interpretación de los “Gurrelieder» de Arnold Schönberg en la actual edición  del Festival Internacional de Música de Canarias. Lo ilustro con la portada de la partitura de la obra y con dos imágenes de Schönberg (un autorretrato y una fotografía) ambas de 1911, año de la finalización de los Gurrelieder.

                                                                                                                            Juan José Olives
Enero de 2017

GURRELIEDER

de Arnold Schönberg

 

Los Gurrelieder son, casi con total seguridad, la obra más famosa y posiblemente más escuchada de Arnold Schönberg (1874-1951), excepción hecha de la inmediatamente anterior en su catálogo, Noche Transfigurada, finalizada escasamente unos meses antes. Si esta última fue originalmente escrita para sexteto de cuerda, los GuSchoenberg_Gurre-Lieder-1rrelieder (y tal vez este haya sido uno de los motivos del éxito de la obra, aparte del valor y el atractivo intrínseco de la música) emplean una orquesta de unos 150 músicos, un coro mixto a ocho voces y tres coros de hombres a cuatro partes cada uno, además de cinco solistas y un cantante-recitador. El contraste es, al menos en la apariencia, ciertamente espectacular. De una atmósfera más bien intimista y de medios reducidos -un sexteto de cuerda- a la concepción de un discurso de gran duración en el que la expresión hubo de requerir una enorme y poderosa masa sonora, aunque sutilmente utilizada al modo camerístico, en muchos de los episodios de la partitura.

Si bien Schönberg no acabó la orquestación hasta 1911, unos once años después de comenzarla, se hace evidente que, desde antes de su inicio, la obra fue pensada para dar forma a un gran fresco sonoro y musical. Todos los recursos, desde los instrumentales hasta los esencialmente compositivos, estuvieron al servicio de esa idea. El contraste entre obras tan cercanas y tan externamente diferentes no debe hacernos creer, sin embargo, que los procedimientos a los que su autor somete el material -lo que con el tiempo irá conformando su estilo como compositor- no estuvieran ya presentes en cada una de ellas. En efecto, el conciso pero certero empleo de los medios instrumentales, la variedad y amplitud rítmico-melódica, la rigurosa elaboración motívica, el conocimiento de las herramientas armónicas y contrapuntísticas y el sabio manejo de la variación, unido todo ello a una expresión contenida aunque de gran aliento, son recursos ya latentes, cuando no claramente manifestados, en este primer periodo de Schönberg.

Digamos, a propósito, que la influencia de Wagner, a la que ningún joven compositor alemán pudo sustraerse, es evidente, al menos en el tratamiento de la orquesta y en el reflejo de los giros armónicos teñidos de cromatismo. Pero también lo es la de Brahms, escondida en los pliegues constructivos de la música. De hecho, conceptual y artísticamente, la música de Schönberg debe ser considerada como la síntesis de esos dos compositores aquilatada, sin duda, por la inventiva y el talante como compositor del propio Schönberg. Mahler, en cambio, queda lejos de los propósitos y de los resultados creativos de Schönberg. La cercanía es afectiva y coincidente en ciertos aspectos, pero no lo es desde el punto de vista estructural del discurso.

En una carta dirigida a Alban Berg, Schönberg detalla el proceloso y dilatado proceso de composición de los Gurrelieder. La obra, comenzada en marzo de 1900, “fue completada hacia abril o mayo de 1901. Solo el coro final se encontraba aún en esbozo”, si bien las líneas y la forma estaban ya definidas. Respecto de la orquestación, “es fácil observar que la parte instrumentada en 1910 y 1911 difiere totalmente de la primera y de la segunda parte” de la obra. (Schönberg inició la orquestación, interrumpida varias veces, en 1901, después de haber recibido un papel especial de 48 pentagramas, diseñado a propósito para albergar el número de instrumentos y voces que la obra requería). Para finalizar definitivamente la partitura (1910), continúa diciendo Schönberg, “no la cambié más que en unos pocos lugares, a lo sumo grupos de 8 ó 10 compases. El resto de la obra permaneció intacta, incluidos ciertos pasajes que había pensado retocar. No hubiese podido ya encontrar mi estilo de entonces”.

Los Gurrelieder son de difícil clasificación. A medio camino entre el oratorio y la cantata, participan a la vez de los procedimientos sinfónicos (sin llegar a ser nunca una sinfonía), del carácter lírico del Lied (sin ser en realidad un ciclo de canciones) y del drama musical con texto (hablar de ópera sería a todas luces inapropiado). Según René Leibowitz, estaríamos ante una síntesis de sinfonía y drama expuesta formalmente sobre el cauce de una sucesión de Lieder.

A decir verdad, Schönberg dramatizó musicalmente el monólogo lírico -Gurresang- de Jens Peter Jacobsen, poeta danés del XIX, admirado por Rilke y por Stefan Zweig. Inspirado en una leyenda medieval -una suerte de Tristan e Isolda danés- el texto narra la historia de dos amantes, el rey 6a00d83451cb2869e200e54f3b403f8834-640wiWaldemar y Tove, hermana de Hennig, mayordomo del rey. Su amor transcurre felizmente en Gurre, castillo de caza de Waldemar, hasta que la reina Helvig, loca de celos, envenena a Tove. Waldemar, poseído por la ira y mentalmente turbado, blasfema contra Dios a quien acusa de ser un tirano culpable de la muerte de su amada. Castigado por su terrible injuria, es condenado a perpetuidad a cazar en la noche, en los bosques de Gurre, junto a los espectros de sus vasallos muertos. En una rueda de tiempo infinita, le estará permitido rememorar al alba -representación del florecer de la naturaleza- la unión eterna en el amor de Tove.

Schönberg divide la obra en tres partes. En la primera, nueve Lieder enlazados por transiciones y antecedidos por una introducción orquestal se suceden cantados alternativamente por Waldemar (tenor) y Tove (soprano). El arco que lleva del surgimiento, exaltación y clímax del amor al presentimiento del fatal desenlace es magistralmente descrito por la música. Al modo wagneriano de anticipación psicológica o de descripción del relato, los motivos aparecen insertos puntualmente en la música, como por ejemplo los doce sonidos en armónicos de los contrabajos al llegar la media noche, o se presentan con cierta insistencia a lo largo de la obra, cual es el caso del diseño melódico de la sexta canción verdadero leitmotiv del apasionado amor de Tove. Un intenso interludio orquestal conduce a la Canción de la Paloma del Bosque (Lied der Waldtaube), una de las piezas más evocadoras de la partitura y claro ejemplo del alcance expresivo de la música orquestal del post-romanticismo alemán. En un ambiente cada vez más sombrío y melancólico, esta canción, confiada a una mezzo o a una contralto, narra la muerte y entierro de Tove y cierra la primera parte de la obra.

En la segunda, extraordinariamente breve en comparación con las otras dos, Waldemar expresa su dolor y su ira hacia Dios. Mientras, la orquesta recuerda motivos del amor segado por la muerte y se trasciende a sí misma en un giro expresivo que cambiará el ambiente fundamentalmente lírico de la primera parte.

En la tercera y última, Schönberg despliega, por momentos, la fuerza completa de la orquesta y de los coros, mostrando su temprana intuición en el arte de las combinaciones instrumentales y vocales. Dividida en dos secciones, la primera -La cacería salvaje- reúne siete números en los que intervienen, aparte de Waldemar, un campesino (barítono), Klaus-Narr, el bufón del rey (tenor), y tres coros de voces masculinas que representan a los fantasmas de los vasallos muertos. A la llamada de Waldemar -¡Despertad nobles vasallos del rey Waldemar!-, se desata una macabra cacería de espectros. La intervención del campesino es seguida por el coro -¡Te saludamos, oh rey…!- que responde a la llamada de Waldemar. El bufón Klaus, simple de espíritu, juega un papel de contraste frente a la enajenación del rey, a quien reprocha el haber sido cruel son sus súbditos. Al despertar la mañana, los vasallos regresan a sus tumbas no sin antes pronunciar el deseo, imposible, de querer dormir en paz. En la segunda sección, La salvaje cacería del viento de veranschoenbergbehindo (Des Sommerwindes wilde Jagd), se suceden un melodrama y un coro mixto como final de la obra. El melodrama, un extenso pasaje para recitador y orquesta, no deja de ser una oda a la belleza y al poderío de fascinación de la naturaleza. No en vano, Jacobsen fue miembro destacado del movimiento naturalista en la literatura danesa. Schönberg emplea aquí por primera vez el Sprechgesang o Sprechstimme -técnica vocal a medio camino entre la declamación y el canto- que volverá a utilizar en obras posteriores, singularmente en Pierrot Lunaire, pero también en Oda a Napoleón Bonaparte o Mosses und Aron. Ya hacia el final de la partitura, una vez dejadas atrás las turbulencias cromáticas pasionales y lúgubres, un coro mixto se alza en un claro do mayor, canto a una paz esplendorosa en comunión con la naturaleza y final esperanzado en el que todas las tensiones se resuelven.

La obra, dirigida por un joven Franz Schreker, se estrenó en Viena el 23 de febrero de 1913. Fue el primer gran éxito de Schönberg, un éxito que llegó demasiado tarde, según las palabras de su antiguo alumno Egon Wellesz. Por entonces, Schönberg era un compositor conocido por el rechazo que producía la dificultad de comprensión de sus obras, una vez se hubo adentrado, a partir de 1907, en los terrenos de la llamada música atonal. Schönberg, herido por el desprecio a sus partituras más recientes, se negó a responder a la favorable acogida del público. Aún así, los Gurrelieder han pasado a engrosar la lista de las mejores composiciones sinfónico-corales de toda la historia de la música.

                                                                                         Juan José Olives
Noviembre de 2016