ALBAN BERG
El pasado 9 de febrero se cumplieron 132 años del nacimiento de Alban Berg. Sirva esta excusa para reproducir en este blog el artículo que escribí en 1985 con ocasión de los cincuenta años de la muerte del compositor y, cosas de la simetría vital o de la coincidencia de los números, de los cien transcurridos desde su nacimiento. El artículo, titulado entonces “Alban Berg. In Memoriam” se publicó, traducido al catalán, en la Revista Musical Catalana en febrero de 1985.
Juan José Olives
Sant Cugat del Vallés, febrero de 2017
ALBAN BERG
Un intenso lirismo unido a una propensión natural hacia lo dramático y un infalible sentido (o mejor sentimiento) de las proposiciones formales son las dos esenciales características del estilo de Alban Berg. La primera surge espontáneamente de su ser íntimo y de su poderoso mundo subjetivo. La segunda canaliza las incontroladas manifestaciones de su expresividad y actúa modo de contención intelectual que a duras penas detiene una emoción desbordante. Nada más adecuado para cumplir con los requisitos de la estética expresionista: la necesidad de volcar hacia fuera el cúmulo de impulsos emocionales que permanecen latentes, pero inquietos, en lo más recóndito del subconsciente. Para transmitirlos hay que ordenar, cribar, seleccionar, darles la forma que en sí mismos no poseen, evitar su mutuo atropello y dirigirlos hacia la claridad de la apariencia artística. Es la obediencia a las leyes de la naturaleza interior, que diría Schönberg; el acceso a la belleza interior que “naturalmente parece fea”, de Kandinsky (V. Kandinsky, De lo espiritual en el arte). Es la más condicionada de las libertades, aquella que ilusoriamente creemos dominar pero que se escapa a nuestra consciencia ávida de razón, en cuanto intentamos apoderarnos de su desorden. A veces se diluye y generalmente se resiste a las manipulaciones de nuestra inteligencia. Es la constatación de su manifiesta informidad avanzando en el círculo de lo que, una y otra vez, retorna.
En la construcción artística, empero, la reflexión consciente juega un papel decisivo y es preciso arrebatar a la oscuridad su potencialidad de ser expresiva. El camino desde el estado primitivo de lo no consciente a la manifestación efectiva del pensamiento verbalizado en música, transcurre, en Berg, minuciosamente, no sin un fatigoso trabajo en el que el impulso de mirar a atrás -hacia sí mismo y hacia la historia- es algo más que un simple gesto, algo más que una extrapolación mimética de contenidos y formas. En el desesperado combate por alcanzar la expresión objetiva en la estructura de sus obras, la incesante mirada retrospectiva atenaza la inmediata espontaneidad pero fuerza al máximo la imaginación, instándola a buscar soluciones que no empañen, pero si protejan y hagan presentables, las violentas sacudidas de las sensaciones y emociones. Como en un espejo, el pasado se refleja en la cotidianidad del presente. El temperamento unívocamente contradictorio de Berg, comienza en esta antinomia, fructífera síntesis que perdurará a lo largo de su obra. Tendencia irrefrenable hacia el pasado, necesidad interior de sentirse impulsado a los orígenes, y penosa lucha por afirmarse en el presente, proyectando hacia el futuro su deseo de ser nuevamente pasado. El futuro se vive a veces inconfesablemente comprometido en lo que ya fue. El pasado ofrece resistencias a su discurrir tranquilo y a su asimilación en el presente. Así se explica lo relativamente poco numeroso de su obra –a pesar de Wozzeck y Lulu-, pero también así se comprende la intensa profundidad psicológica de su música y la densa amplitud de sus rasgos externos.
En principio, la contradicción de Berg se sitúa en la historia. Por un lado, se siente heredero de la gran tradición de la música vienesa; por otro, partícipe del entorno artístico, revulsivo y fecundamente renovador, de la Viena de principios de siglo. Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert… son sus remotos antepasados, Brahms, Bruckner y sobre todo Mahler, los más inmediatos. Wagner es el punto de referencia obligado, importante, pero, en cierto modo, tangencial. En esto, la proximidad a su maestro Schönberg y a su amigo y condiscípulo Webern, es evidente. Pero las raíces, siendo las mismas, se encauzarán por caminos distintos. Berg, como ningún otro músico, ha concertado en su obra la síntesis expresiva y formal de la experiencia, artística y humana, del romanticismo vienés. La línea de los grandes líricos vieneses, que se autolimita en el vértice extremo del apasionado clasicismo de Mozart, comienza en Schubert y encuentra acogida en la música de Berg, después de un intenso y dilatado proceso de acumulación de los medios musicales y de los resultados expresivos. La ampliación de los medios constructivos, que avanzan inexorablemente hacia su expansión, plantea la posibilidad del regreso como supervivencia y como añoranza. En la bisagra entre los dos siglos, la música, en su incertidumbre, se erige en símbolo de la incertidumbre humana, remontándose ambas a la crisis subjetiva del primer romanticismo. El lenguaje postromántico, precisamente ante la eclosión artística y musical presentida, descubre su poderosa fuerza expansiva en el retorno a lo lírico. En la música de Mahler la forma que la relativa saturación del lenguaje tonal cobra en sus inconmensurables partituras hace surgir el miedo al vacío referencial del presente. El asidero se encuentra en la tendencia regresiva a los orígenes; el pasado se reconvierte trágicamente, con o sin esperanza, pero también a través de la caricatura y lo grotesco. Como en Schubert, el lirismo de Berg tiene algo de recuperación nostálgica del pasado. Pero como Mahler, Berg, absolutamente identificado con la atmósfera fin de siècle, proyecta su sentido lírico en un intento de volver a la expresión pura y original del canto, que subsistirá gracias a la consideración, reintegración y reinterpretación de las formas tradicionales. El carácter ‘regresivo’ es una constante en la totalidad de la obra de Berg, y surge como defensa ante las imposiciones coercitivas de la realidad, reflejadas en el presente. En este sentido, es Berg, antes que Schönberg, quien recoge la herencia espiritual y musical de Mahler.
La referencia a Mahler se encuentra diseminada por toda la obra de Berg; tanto en el núcleo, merced a la identificación emotiva o casi sentimental, como en la manera en que penetra, haciéndose audible, en las distintas capas de la corteza sonora. No es difícil comprobar ciertos rasgos del estilo mahleriano encabalgándose en la música de Berg: la alucinación sonora, el papel jugado por el color en la estructura formal, el sentido de la desolación o la desesperanza (como el interludio orquestal después de la muerte de Wozzeck); y también, más concretamente, la utilización de la canción popular (Wozeck, Suite Lírica, Lulu, Concierto para violín), de las marchas militares (Wozzeck, la última de las Tres Piezas para Orquesta, op.6), o del vals -guiño irónico a la vida, turbulencia demoníaca escondida en ropajes de gala-, perseverantemente utilizado a lo largo de su producción. Las Tres Piezas para Orquesta, op.6 (1914-1915) son altamente significativas. Obra esencial en la trayectoria de Berg (es su segunda obra orquestal de gran calado en la que pulirá el lenguaje de la anterior, los Altenberg Lieder), constituye un verdadero preludio al Wozzeck, ópera en la que ya pensaba por entonces. No es extraño que en el proyecto inicial, más ambicioso –una sinfonía de grandes dimensiones-, existiera el deseo de “parecerse” a Mahler, sobre todo al de las últimas sinfonías. Obviamente, el resultado final surgió bajo el amparo del mundo sonoro de Mahler; no solo por el empleo final de una marcha, sino también por las conexiones temáticas, la insistencia en determinados ritmos y la sonoridad de los bloques verticales, aquellos en los que los contracantos mahlerianos sirven de contrapeso a un colorido de atenuado carácter impresionista. Präludium, Reigen, Marsch, son los títulos de las tres piezas con las que Berg renuncia al aforismo musical anterior, y se adentra en el espesor de la textura armónica y de la amplitud vertical, más acorde con su temperamento.
El carácter ‘regresivo’ de Berg, este retorno al pasado, condiciona el esfuerzo de síntesis que su música significa. La síntesis es en Berg el resultado de un difícil compromiso, asumido interiormente, entre el mundo de lo positivo, de lo afirmativo, recogido en la objetivación de los recursos de la técnica y de las estructuras musicales, y el mundo de la interiorización expresiva, reflejado en la tradición romántica, al que Berg se siente fatalmente ligado. El expresionismo de Berg se explica subjetivamente. De su predisposición nerviosa a la emoción, deriva una enorme expresividad que sobrepasa el marco de la estética como corriente o movimiento, y se ancla en el terreno más ambiguo, pero más concreto, de lo vivencial o existencial. Es el espíritu del romanticismo ampliamente distorsionado que Berg se ve incapaz de contradecir o aceptar abiertamente, pero al que accede, indirectamente, a través de la transmutación misma de las fórmulas atonales mediante las que reabsorbe los principios de organización de la tonalidad. Es en este sentido que el expresionismo de Schönberg deja de serlo en el Wozzeck de Alban Berg. En esta obra –una de las más poderosamente dramáticas, no sólo del siglo XX, como se suele conceder con timidez, sino de toda la historia de la música- el estilo de Erwartung, precisamente gracias al resquicio referencial y a la potencialidad retroactivamente significante de esa música respecto de la tonalidad, se trasciende a sí mismo y se inserta, introspectivamente, en el entramado de la acción, contorneando los personajes y las situaciones, y contribuyendo a la tensión psicológica general del drama. En Berg, la individuación expresiva fermenta en el instinto dramático cargándolo de funciones simbólicas y referencias programáticas.
La aceptación de los principios técnicos de la atonalidad, y posteriormente del dodecafonismo, supuso para Berg un duro enfrentamiento consigo mismo, máxime cuando ambos principios procedían directamente de su maestro, a quien tanto respetaba y admiraba. Se trataba de conciliar la realidad de un nuevo lenguaje -que en definitiva era el propio de la dialéctica del pensamiento musical de Schönberg- con el espíritu y las formas de la tradición vienesa que para Berg eran el recurso básico del efecto dramático de su obra.
La atonalidad por mucho que se entienda teóricamente como el resultado de la evolución “natural” del lenguaje de la música a partir del último romanticismo, abolía, de hecho, las referencias tonales y, por tanto, el trasfondo formal al que servían -y en el que al mismo tiempo se refugiaban y adquirían sentido- las sucesiones armónicas. Si bien Schönberg en su época expresionista dio solución momentánea al dilema constructivo, resolviéndolo definitivamente con la adopción del método dodecafónico, Berg optó desde el principio por la fórmula del compromiso, mediante la cual las nuevas técnicas adquiridas se integraban, transformándose, en la reinserción del pasado. Dicho con otras palabras, Berg supeditó las directrices técnicas emanadas del estilo de Schönberg al de su particular potencia expresiva.
La música de Alban Berg tiene un trasfondo autobiográfico. A semejanza de Oscar Wilde, el exquisito tratamiento formal disimula un fondo turbulento. Y si Wilde había afirmado: “Todo impulso que intentamos estrangular se asienta en la mente y nos envenena. El único camino para librarse de la tentación es rendirse a ella” fue porque sintió en su propia carne el envenenado aguijón de la duda, la misma que paralizaba la iniciativa creadora de Berg, pero que, al mismo tiempo, la alimentaba. De no ser así, el eminente lirismo de Berg no habría hallado su desarrollo sino en la autocomplacencia melódica. La objetivización de los recursos dramáticos viene en su auxilio y exterioriza el conflicto subyacente al estatismo aparente de lo lírico. La nostalgia del pasado, representada en lo lírico, se enfrenta a sí misma en la destrucción de su forma originaria. Lo lírico se transforma, entonces, en sus cimientos y alcanza una apariencia diferente en virtud del drama. El diálogo aparece así verdaderamente interiorizado y el acto dramático indisolublemente ligado al pensamiento de Berg, convirtiéndose en un componente más de su idioma expresivo.
Pero el drama ha de articularse a través de la forma y el lenguaje. El empleo del material y de las estructuras formales está sometido a la constante tensión de su posibilidad significativa, en cuanto que ha de adecuarse a las sutiles exigencias del gesto dramático. La experiencia acumulada en el transcurso de los años brindará al compositor la oportunidad de atemperar la caracterización de lo dramático y de equilibrar los medios idiomáticos apropiados. La correspondencia entre los elementos internos que conforman el discurso, su mutua dialéctica, es lo que, al desplazarse y desarrollarse, posibilitará la planificación más acertada de la estructura dramática.
Desde las obras más tempranas, el aspecto dramático en la música de Berg es bastante evidente. Valgan como ejemplos la Sonata op.1 para piano (1907-1908), las Cuatro Canciones op.2 (1909-1910), escritas ambas en la ulterior tonalidad de los estilos postrománticos, y el Cuarteto de Cuerdas op.3 que se sirve ya de una cierta atonalidad. Lo dramático, por tanto, no es exclusivo de Wozzeck y Lulu. Aparece, con mayor o menor relevancia, en la totalidad de su obra y no sería arriesgado decir que partituras como el Concierto para Violín o la Suite Lírica contienen y proyectan, en sus respectivos contenidos formales y expresivos, la misma fuerza dramática que las dos óperas. Las no muy extensas creaciones de Berg anteriores a Wozzeck, se sitúan en los años cruciales de la irrupción y asentamiento de así llamada atonalidad propugnada por su maestro. En ese contexto, la aparición de Wozzeck fue sorprendente. Berg se introdujo en el terreno de las grandes proporciones dramáticas sin haberlo casi preparado; la composición de Wozzeck fue como un salto al vacío y muy pocos apostaron por el éxito final de la empresa. El mismo Schönberg dudó de que “este joven tierno, tímido” -según escribió en sus recuerdos sobre Berg en 1949- pudiera enfrentarse al reto difícil de poner música al drama de Büchner.
Tal vez no supo ver a tiempo que lo que posibilitó la creación de ésta ópera -empresa que entonces no vio con buenos ojos- se encontraba secreta y potencialmente escondido en las obras anteriores de su discípulo.
El abandono de las fórmulas tonales puso a Schönberg, y con él a sus dos discípulos, en el trance de elegir un nuevo tipo de planteamiento estructural. El recurso al aforismo musical y a las distintas proporciones pareció, entonces, lo más adecuado, cosa que, dicho sea de paso, se convertiría en consustancial a la obra posterior de Webern. Es cierto que la utilización de un texto propiciará obras de mayor envergadura, pero este es el caso exclusivo de Schönberg (Erwartung, Die Glückliche Hand, Pierrot Lunaire…). Aquí la palabra articula la estructura musical y sostiene la gradación interna de los contrastes sonoros. En las obras del período atonal de Berg, los elementos de dramatización, ya presentes, afirman una intención arquitectónica previa y hablan en favor de una consideración teatral de la música. Algo así como una representación musical escenificada sin personajes. En estas obras relativamente breves, se condensa un pensamiento musical orgánico minuciosamente elaborado. La estricta ordenación e integración de los elementos compositivos pone de relieve un ahorro de energía del material motívico que, ubicado estratégicamente en el decurso de la composición, garantiza la acción dramática y confiere a esta música las características de un desarrollo formal de grandes proporciones. Tal es el caso de las Cuatro piezas para clarinete y piano op.5 y del ya citado Cuarteto op.3. Un ejemplo significativo lo constituye la primera obra para orquesta del joven Berg: las Cinco Canciones sobre textos de tarjetas postales de Peter Altenberg, op.4 (Altenberg Lieder, de 1912). Lo que resalta a primera vista en esta obra es la utilización de una orquesta de considerables dimensiones y la extrema brevedad e intimidad de la música. Los modelos inmediatos, de los que Berg se sirve, son las Cinco piezas para orquesta, op. 16 de Schönberg y las Seis piezas para orquesta, op.6 de Webern, obras en las que también resalta este aparente desajuste entre el medio y la parquedad del discurso. Pero tanto en estas dos obras, como en los Altenberg Lieder, la evidente contradicción se resuelve por una magistral repartición del material de que se dispone. Lo que, sin embargo, caracteriza el procedimiento de Berg es la concepción cíclica de esta obra, a la que se subordina la forma y la disposición de los recursos en función del equilibrio total. Instrumentalmente, el ‘tutti’ es solo empleado en las dos canciones extremas, guardando las sonoridades suaves y delicadas y los efectos camerísticos para las tres centrales. El tratamiento orquestal favorece, por encuadramiento, el aspecto más externo de la forma, a cuya percepción ayuda también la ordenación de las canciones en función de su duración; más largas la primera y la quinta y más cortas la segunda, tercera y cuarta.
Desde el punto de vista del engranaje motívico y de las relaciones estructurales, muchos serían los detalles a tener en cuenta, demasiados para ser explicados sin el concurso de la partitura. Señalemos, de pasada, la recurrencia de los motivos (entre ellos el motivo de cuartas ascendentes tan propio de Berg) y de los temas y su permutación en el transcurso de la obra, los desplazamientos de acentuación a partir de una célula rítmica, el uso de ciertos giros melódicos, armónicos o tímbricos con carácter simbólico (rasgo típico del metalenguaje de Berg), la estrecha conexión, de enorme significado dramático, entre la atmósfera del texto y la música, etc. Si la obra en su conjunto, firmemente trabada en sus elementos, se presenta como una totalidad cerrada, no por ello cada una de sus partes deja de conservar su autonomía propia. La última de las canciones, Hier ist Friede, cuya estructura se dibuja sobre una forma particular de ‘pasacalle’, es un buen ejemplo. La independencia de cada una de las canciones queda reflejada en la voluntad de Berg que permitió su interpretación por separado, tal como ocurrió en el famoso concierto dado en Viena el 31 de Marzo de 1913 en el que, al lado de obras de Schönberg, Webern, Zemlinsky y Mahler, se ejecutaron la segunda y la tercera de estos hermosos Altenberg Lieder.
No es otra cosa que la voluntad de expresión dramática lo que, en última instancia, diferencia ontológicamente la música de Berg de la de Webern, circunstancia que habrá de afectar, necesariamente, al distinto, e incluso opuesto, tratamiento del lenguaje, de las estructuras y el color instrumental. De entrada, la diferencia afecta al detalle en la elaboración motívica. En Webern, la fuerza de gravedad concedida a los pequeños motivos, permiten una relación contrastada entre los mismos en virtud de su aislamiento significativo, favoreciendo, así, la amplitud estructural a pesar de la brevedad de las obras. Por el contrario, posiblemente como síntoma del trabajo formal que Berg hereda de la tonalidad, el cuidadoso encadenamiento motívico en sus obras, pese a su gusto por el trabajo minucioso de lento desarrollo -véase T. W. Adorno, Alban Berg, el maestro de la transición ínfima, Alianza 1990-, tiende a la destrucción del detalle en función del aspecto global de la forma. El análisis pormenorizado de cada uno de los elementos formales, por muy simples que puedan parecer, recrea en cada instante el presentimiento de la totalidad. La unidad de la estructura fluye, poco a poco, de la realización del detalle, pero, al mismo tiempo, los pequeños núcleos estructurales se encuentran prefigurados en la unidad motívica del todo. De un extremo al otro, la elaboración motívico-temática, desde el material de base a la configuración total o parcial de la obra, revela la complejidad de un procedimiento en el que la vigilancia sobre los menores acontecimientos sonoros, disminuye la tendencia al caos pulsional, aun cuando no evita su proyección en el acto creativo. El estado difuso que antecede a la composición, se repite una y otra vez en cada nueva aproximación a la idea inicial, creándose una suerte de descomposición orgánica que, paradójicamente, es el fundamento de la unidad compositiva. Este proceso pre-consciente de construcción tiene como objetivo la anulación de la estructura a la percepción consciente. El oscurecimiento de las fisuras entre las unidades formales, sean estas grandes o pequeñas, esta aparente falta de articulación, facilita el principio de organización dinámica y hace que el arco dramático aparezca dibujado como en un solo trazo. Las formas se hallan, entonces, en condiciones de cumplir la función simbólica de representar el drama. La utilización de las más variadas estructuras, desde las piezas de carácter hasta las invenciones a partir de un solo elemento, como el ritmo o el color, es uno de los fenómenos más complejos en la música de Berg, derivado de su obsesión por la simetría y por la construcción en arco. Lulu representa la apoteosis de esta obsesión.
En el primer movimiento del Concierto de Cámara para piano, violín y trece instrumentos de viento (1923-25), una de las obras de Berg en que el sentido de lo trágico está ausente debido al cierto carácter de divertimento que la impregna, la estructura de la forma, un “Tema con variazioni”, se articula en un doble plano. Por una parte, el desarrollo de las variaciones (cinco en total) a partir del tema, cuyos motivos iniciales, por cierto, se forman con los nombres de Arnold Schönberg, Anton Webern y Alban Berg, siguiendo la costumbre de entresacar los sonidos a partir del alfabeto alemán, costumbre que ya encontramos en Schumann (Variaciones Abegg, Carnaval), o en Bach (tercer sujeto de el último número de El Arte de la Fuga). Por otra, la implícita asociación de la forma sonata a las variaciones, de manera que el tema corresponda a la exposición, la primera variación a la repetición de la exposición, las variaciones segunda, tercera y cuarta al desarrollo -que no puede entenderse estrictamente como una elaboración temática, sino como el resultado de un tratamiento contrapuntístico- y la quinta variación a una forma particular de reexposición que adopta, además, una estructura canónica. Cada una de las tres secciones de esta oculta forma de sonata se apropia de un tempo diferente, lo que no impide que las variaciones, que pueden entenderse como articulaciones intraformales, contengan su propio carácter, algo así como ‘sub-tempos’, cuya sucesión sin costuras garantiza la unidad del planteamiento. El gusto por la simetría queda reflejado en la elección del número de compases para el Tema y cada una de las variaciones (30, 30, 60, 30, 30, 60). Al mismo tiempo, Berg utiliza artificios escolásticos en la expansión del tema, colocando en sucesión la forma original (Tema y I var.), su recurrencia (II var.), su inversión (III var.), la inversión de la recurrencia (IV var.) y, de nuevo, la forma original (V var.); procedimientos empleados por el método dodecafónico en una obra que no es rigurosamente serial.
La correspondencia entre la elección de los tempi -y su ubicación en la obra- y la simetría formal, apoya la carga significativa de lo simbólico, y sirve como elemento de control en la progresión del discurso dramático. La fuerza expresiva de sus óperas radica en este principio esencial. La dinámica temporal se imbrica en la sucesión de las formas elegidas. Aunque existen diferencias de tratamiento en Wozzeck y Lulu -en principio derivados del trabajo de adaptación de dos lenguajes dramáticos distintos; discursivo el de Wedekind, más concentrado el de Büchner-, ambas obras se aprovechan sustancialmente del mismo procedimiento. Las 27 escenas del texto original de Büchner quedan reducidas por Berg a 15, repartidas de cinco en cinco en los tres actos de la ópera, que pueden considerarse, desde un punto de vista quasi metafórico, como las tres secciones de una descomunal forma de sonata. A cada una de las escenas le está encomendada una forma musical. En el acto central, el desarrollo o, en términos dramáticos, la peripecia, se inicia el ascenso de la tensión que culminará en la muerte de María (segunda escena del tercer acto). Las formas escogidas (Allegro en forma de sonata, Fantasía y fuga, Largo en forma de Lied, Scherzo y Trío, y Rondó) permiten la concentración de la acción, ilustrando la desesperación de Wozzeck ante la sospecha, y se oponen por su carácter a las del primer acto, menos trascendentales y más explicativas. Si la densidad dramática se concentra en el segundo acto, el desarrollo de la acción hacia el trágico final de María y hacia el final de la ópera, cunta con la vertiginosa sucesión de cinco invenciones formales, interrumpida por la aparición de un interludio orquestal en re menor, reflexión y sobrecogimiento después de la muerte de Wozzeck. La funcionalidad dramática de estas cinco invenciones está clara: evitar el relajamiento de la tensión y propulsar la acción hacia su final mediante la contracción del tiempo.
La explotación de las formas en Lulu (1928-1935) obedece a principios constructivos cambiables, más versátiles, en los que el entrecruzamiento de los elementos musicales y dramáticos, dibujan desde dentro, el devenir de la trama argumental. La inconstancia de las situaciones y el abanico de los caracteres, exigen un tratamiento menos riguroso de las estructuras, tanto como para permitir la inclusión de espacios narrativos que van desde las formas cerradas, como la sonata, a las instancias pre-formales, como el recitativo melodramático. La flexibilidad del discurso deja también campo abierto a la aparición de los motivos rítmicos-melódicos. Las pequeñas unidades temáticas, o los pequeños giros estructurales, cobran, entonces, una gran importancia en la delimitación psicológica de los personajes y las situaciones y, a modo de leit-motiv, recorren la obra de arriba abajo, contribuyendo a la identificación de momentos dispares del drama, mediante la alusión simbólica. Tal es el caso de la “monorrítmica” o Hauptrythmus (modelo de ritmo fundamental que se repite incansablemente por encima de los cambios o variaciones eventuales de tempo, de la melodía, de los timbres o de la armonía). Como la tercera menor en Wozzeck, el Hauptrythmus está asociado a la idea fatídica de la muerte, sentimiento obsesivo que en Berg reproduce el deseo de retorno. Berg no concluyó el tercer acto de Lulu. Hoy, después de muchas vicisitudes, podemos gozar de la ópera completa gracias al trabajo realizado por el compositor y profesor austriaco Friedrich Cerha a partir de los esbozos dejados por Berg.
Tal vez como ningún otro compositor, Berg logró transmitir sutilmente a través de su música un mundo de sensaciones a la vez odiado y amado, su propio mundo, que se abre camino en la obra a pesar del cuidadoso distanciamiento formal del que es objeto. En la elaboración de sus obras, Berg requiere el concurso de un programa extramusical que ponga en funcionamiento los resortes de su imaginación creadora. Pero lo externo no es, ni por naturaleza ni por función, como en Strauss en el que el programa motiva desde fuera, como pretexto, la organización del discurso. En cierto modo, la capacidad analítica y abstracta de Berg parece contradecirse con el hecho de una referencia no musical que, en su caso, surge paradójicamente, y como contrapeso, de esa misma capacidad. Pero en el fondo, el esmerado análisis de los fenómenos musicales y la abstracta reflexión sobre las categorías formales, sugieren un obstinado afán por apartar, en el proceso de creación, los obstáculos que las pulsiones emocionales significan. El discernimiento de los procesos formales se desarrolla, así, en autonomía, aparentemente desligado del trasfondo subjetivo. El programa extramusical, como el de la Suite Lírica o el Concierto para Violín, actúa a modo de “medium” entre el impulso temperamental propio de Berg y la estructuración final de sus obras.
Es bien sabido que la composición del Concierto para Violín fue motivada por la conmoción que causó en Berg la trágica y prematura muerte de Manon Gropius (hija de Alma Mahler y el arquitecto W. Gropius), a cuya memoria –“a la memoria de un ángel”- está consagrada la obra. Pero si bien esto es absolutamente cierto, por el testimonio del mismo Berg y por la dedicatoria impresa al principio de la partitura, no menos cierto es el hecho de que, tiempo antes del trágico suceso, Berg tenía ya en mientes la confección de este concierto que, por lo demás, le había sido solicitado por el violinista norteamericano Louis Krasner. La muerte de Manon, a quien Berg quería con ternura, le brindó la posibilidad de desarrollar formalmente la obra. El homenaje de Berg fue sincero. Nada más sincero que la explicitud en arte del sentimiento vivido. En este caso, el sentimiento de la muerte. Berg concibió el Concierto para Violín como un “Réquiem”. Poco sospechaba que sería su última despedida. Cuatro meses después de finalizada la obra, Alban Berg fallecía en Viena el 24 de diciembre de 1935.
Juan José Olives